
Anxo era un gigante que vivía en Domaikia. Se caracterizaba por tener un único ojo en medio de la peluda frente. Anxo habitaba en la cueva de Goba, oculta en las peñas de Iruratxi, en el monte Carrascal. Se había convertido en el terror de los habitantes de la villa: arrancaba los árboles de cuajo, devoraba a los animales domésticos, arrasaba con sus enormes pies los campos sembrados… incluso mataba y engullía a las personas que encontraba a su paso. Después de las opulentas comidas, pasaba largo tiempo en su guarida, durmiendo y haciendo la digestión.
No lejos del Monte Carrascal, en dirección al Santuario de Oro, en Ostora, se hallaba una ermita dedicada a San Miguel. Este santo protegía a Domaikia del acecho de Anxo. Cuando el gigante despertaba con hambre dispuesto a llenar su enorme estómago, San Miguel avisaba a los vecinos de Domaikia de la próxima y amenazadora presencia del gigante por medio de una niebla que se extendía a sus pies. En cuanto aquella característica niebla asomaba por debajo de la ermita, los vecinos se apresuraban a recoger sus ganados del entorno de Iruratxi y los llevaban a las laderas de Arrato y Urkimaitu. Sabían que era la señal que indicaba que había despertado Anxo.
Debido a la dramática presencia del cíclope, muchos se fueron marchando a otras poblaciones más seguras. Bastante dura era la vida para unos pobres labradores, siempre pendientes de que las lluvias lleguen a su tiempo o de que los animales salvajes no se coman las cosechas, como para tener que añadir un motivo más de sufrimiento y de penuria. Pero no todos pensaban que la mejor solución era la huida ya que, de esa manera, el gigante seguiría viviendo a placer, hoy a costa de los de Domaikia, y mañana a costa de otro pueblo que se sometiese a sus caprichos.
Un día como tantos otros, Anxo sintió su enorme estómago vacío y decidió salir a capturar cualquier ser viviente que encontrase a su paso. En su diabólica cacería apresó a numerosos animales. Todo era bueno para llenar su panza. Entre lo recogido, el gigante portaba a un joven llamado Josetxo. Josetxo era un pastor que cuidaba sus ganados en los montes de Domaikia y que con frecuencia se sentaba a descansar a los pies de la ermita de San Miguel, de Ostora. Sentía una gran devoción por San Miguel al que veía como su gran valedor frente a los enemigos. Cuando Anxo capturó a Josetxo, ya que iba cubierto con un zamarro, pensó que se trataba de una oveja más de las que se llevaba como alimento. Al llegar a la entrada de la cueva, satisfecho con sus presas, el gigante gritó con voz potente:
– “¡Abrete txarranka!”
Ante los desconcertados ojos del pastor se abrió una roca, dejando al descubierto la guarida. Allí introdujo todo su botín, incluido al joven pastor de Domaikia. una vez dentro de la cueva, Anxo gritó a la roca:- “¡Ciérrate, txarranka!”.
Y la cueva se cerró, dejando a Josetxo encerrado en la morada de su mayor enemigo. El gigante se dispuso a comer hasta hartarse. Alimentos no le faltaban. El miedo que sentía el joven le dejó paralizado; y así estuvo, como muerto, inmóvil, confundido entre pieles y huesos, mientras el cíclope se daba un gran banquete. Después, Anxo se tumbó en su cama de helechos y pieles a descansar placidamente.
Cuando Josetxo comprobó que su enemigo dormía plácidamente, comprendió que era el momento de huir. “Ahora o nunca” -pensó en su interior-. Se acercó con suma prudencia hasta la puerta, y pronunció las palabras mágicas:
– “¡Abrete txaranka!”
La roca se abrió y, antes de que el gigante pudiera reaccionar, el muchacho se encontraba fuera. Huyó a toda prisa, aprovechándose de la niebla que San Miguel había desperdigado por el entorno. El gigante, desconcertado, trataba de comprender lo sucedido. El pastor, buen conocedor del terreno y sintiéndose ya a salvo, comenzó a burlarse de Anxo. Éste, doblemente enfadado, por su huida y por sus burlas, se fue dando zancadas tras él. Josetxo, al oír los pasos del cíclope, se escabulló por entre las peñas de Iruratxi. Anxo trató de seguirle pero al hacerlo quedó encajonado entre las angostas rocas. En otras ocasiones había podido pasar por allí sin mayor dificultad, pero debido al enorme banquete que se había dado, ahora no le era posible. El excesivo volumen de su tripa le impedía el paso.
El muchacho, al ver aprisionado a su perseguidor, recobró la confianza y se volvió a reír de él. Todos los insultos que pasaban por su mente se los gritaba con despecho, uno tras otro, mientras que sus ágiles piernas ponían tierra de por medio. La cólera de Anxo enrojeció su cara, y el único ojo parecía salir de su órbita por la ira. Al cíclope no le importó que su cuerpo quedara lacerado por las aristas de las rocas en su esfuerzo por salir de aquella prisión natural. Tenía que dar caza al osado joven.
Mientras tanto, unas nubes negras se estaban formando en el cielo. En contra de lo que pensaba Josetxo, Anxo logró salir de entre las peñas. Con su vestimenta hecha jirones y la piel ensangrentada, el cíclope se dispuso a capturar a aquel indefenso joven. A pesar de la niebla, con sus gigantescos pasos no tardaría en alcanzar al pastor. Josetxo, entonces, temió por su vida. Él, que tantas veces había dormido a la vera de la ermita de San Miguel del cual era muy devoto, imploró la ayuda del arcángel con fervor. Sabía que nadie podría liberarle de la amenaza de Anxo a excepción del santo. Ahora se arrepentía de sus burlas al gigante. Había sido demasiada su osadía. Mientras tanto, exclamaba angustiado: “¡San Miguel, ven en mi ayuda! ¡San Miguel, ven en mi ayuda!”
La tormenta ya se había desatado. Unos potentes truenos hacían estremecerse al cielo y a la tierra. Al oír la suplica de Josetxo, acudió San Miguel en ayuda del joven devoto. Una luz cegadora salió del cielo, cayendo donde se encontraban el gigante y el pastor. Josetxo quedó boquiabierto ante la escena que contemplaban sus ojos: San Miguel, con su espada en forma de rayo había matado a Anxo de un certero golpe en su único ojo.
Domaikia, a partir de entonces, podía vivir en paz.
Textos e imágenes recogidas de Urtume